El día después de mi muerte


El siguiente post, es un cuento con el que participamos mi hermano y yo en un concurso de cuentos de la ciudad, ocupando el Primer Lugar, entre muchos escritores. Es un cuento basado en una historia similar de la vida real, de una personita que fue muy cercana a nuestra familia: en memoria de Andrés Mauricio Trucco Orta, por siempre en nuestros corazones.

Todavía no lo creo. - ¿Por qué Diosito? ¿Por qué? – Me pregunto una y otra vez mientras se me desgarra el alma al ver a mi madre tendida contra un cajón funeral, rodeado de miles de coronas, muchas personas en aquella salita dando la impresión de que no hay espacio para tanta gente, todas llorando y lamentando la muerte de ese alguien que está acostado allí en ese ataúd, que parece felizmente dormido pero que saben jamás despertará de ese sueño profundo. Y yo, todavía no lo puedo creer. ¿Es esto una pesadilla? Si es así, quisiera despertarme de una buena vez, pero, ¿cómo hago? Nadie puede ayudarme. Me da miedo acercarme al cajón porque es una sensación terrible, pensé que esto solo pasaba en películas pero me está pasando a mí.

No crean que se siente bien esto de ver tu propio funeral. Sí. Ese joven que está ahí tendido, provocando una tristeza enorme en quienes lo conocían, soy yo: Andrés Felipe López Moreno. Tengo o tenía, ¡Dios, esto es tan difícil de explicar!, 15 años de edad y por una extraña jugada del destino, hoy estoy aquí, viendo mi velatorio, con una impotencia enorme al ver a mi madre desesperada, llorando desconsolada, preguntándose ¿por qué Dios le hizo esto a ella? No sabe, cuanto quisiera abrazarla, decirle ¡Mamá, no te preocupes, yo estoy aquí contigo! Todavía no me he ido y no lo haré nunca. Pero no puedo, ella no me oye, no me ve, tal vez me siente, pero no como quisiera que lo hiciera.

Debía aprovechar cuando estaba vivo para decirle tantas cosas, tantas pero tantas cosas que hoy quisiera que ella supiera, pero es demasiado tarde. Tal vez porque me creía demasiado joven para morir, eso de morir era cosa de viejitos, yo tendría una larga y feliz vida, eso pensaba. Hoy Dios me enseñó y me hizo ver lo equivocado que estaba. Sólo Él decide cuándo y por qué debemos partir de este mundo.

Camino por la salita, de un lado a otro desesperado, buscando respuestas a preguntas que ni siquiera he formulado. ¡Quiero estar vivo! Me repito una y otra vez esperando que Diosito me haga el milagro. Trato de acariciar las flores de esas coronas de pésame que muchos han enviado, pero no puedo, ni siquiera puedo sentir ese olor tan lúgubre que ellas destilan, como cuando murió mi abuelito y supe por primera vez lo que era estar en un velorio y en un entierro. Ahora lo estoy viviendo por mí mismo, sé que mi abuelito estuvo todo el tiempo con nosotros, así como yo ahora estoy con todos aquí en esta salita de la funeraria.

Creo que nunca voy a superar esto de mi muerte. Justo ahora que estaba viviendo mis mejores momentos, me sentía en la plenitud de la vida. ¡Malditos delincuentes! ¡Mil veces malditos! Me arrancaron lo más preciado que tenía: mi propia vida. A veces me pregunto si estaba en el lugar y en la hora equivocada, o definitivamente, como dicen todas las personas “me tocaba”. No entiendo por qué quedé en medio de ese cruce de fuego: ladrones de banco versus policías. Un hecho cotidiano en esta ciudad tan insegura. Pero como todo joven, tu nunca esperas que eso que sale en los noticieros te suceda a ti. Claro, eso sucede por allá en las grandes capitales, piensas muchas veces ignorando que el peligro puede estar más cerca de lo que te imaginas.

Ayer salí de mi casa a comprar unos helados para esperar a mi padre que regresaba de viaje anoche precisamente. Mi viejo, ahorita está ahí sentado sin pronunciar palabra alguna, pero se nota en su mirada perdida un dolor tan inmenso y tan profundo. ¡Cómo me duele verlo así también! Continuando con la trágica historia del fin de mi maravillosa vida, cuando me dedicaba a cruzar la calle pude divisar una camioneta cuatro puertas que venía a gran velocidad y pude darme cuenta que uno de sus tripulantes se asomaba por la ventana con una gran metralleta apuntando al carro de atrás que era nada más y nada menos que el de la policía. Inmediatamente, comenzaron los disparos. Policías y bandidos guerreando en medio de la calle sin importar quienes estaban a su alrededor. Solo recuerdo que sentí un impacto profundo en mi corazón y todo se volvió negro. Quería abrir mis ojos, quería pararme, pero no podía. A lo lejos se escuchó una ambulancia, podía sentir la presencia de mucha gente a mi alrededor, gritando desesperados, algunas mujeres llorando.

- ¡Sálvenlo, sálvenlo! – oí que gritaba una anciana desesperada. – Es solo un jovencito – decían otros más.

¿Así estaba de maluco? ¿Era tan inminente y evidente mi muerte? Sentí cuando me montaron en la ambulancia y el médico que me venía asistiendo apretaba mi mano fuertemente y me decía:

- ¡Resiste muchacho, tu eres un gran varón, vamos, resiste, tu eres fuerte! Pero yo sentía que las fuerzas se me agotaban poco a poco, ya casi no escuchaba lo que me decían.

Llegamos al hospital. De inmediato me remitieron a cirugía para extraer la bala, pero el daño ya estaba hecho. La bala penetró directamente al corazón, ya no tenía salvación. Mis signos vitales aún estaban presentes por mi juventud, pero ya desde hace mucho tiempo yo había dejado de pertenecer a este mundo.

Sentí que me volvía liviano, ya no sentía el peso del cuerpo y fue cuando me pude ver por primera vez por fuera de lo que hasta ese entonces había sido yo en masa corporal. Intenté volver a mi cuerpo, como en las películas, tan ingenuo yo creyendo en que así podía volver a vivir, pero nada, el esfuerzo fue en vano.

Pude notar como al médico se le escapaba una lágrima mientras se quitaba los guantes y se declaraba perdedor en este duelo contra la muerte.

Lo seguí, quería ver a quién le daba la mala noticia. En la sala de espera estaba mi madrecita hermosa, con un rosario en su mano y el libro de oraciones que nunca la desampara; mi hermana, muy pálida y con un pañuelo en su mano, tal vez preparada para la peor noticia; una tía, mi nana y una vecina, todas esperando que el médico pronunciara ¡Lo hemos salvado!

El momento que siguió fue algo aterrador. Una experiencia tan horrible, que de solo recordarla siento que me muero de nuevo. El médico pronunció las palabras que ellas no querían escuchar: ¡Lo siento, hicimos todo lo posible, pero el muchacho no resistió. La bala penetró muy profundamente el corazón que cualquier posibilidad de que se salvara era casi imposible. De verdad, lo siento mucho, aún estaba muy joven para morir, pero la vida es así!

Pobre mi madrecita, no resistió tan impactante noticia que se desvaneció en el suelo frío de ese hospital. Le tuvieron que prestar atención inmediata con calmantes y otros medicamentos. Mi hermana un poco más calmada trató de ser fuerte, pero el dolor la venció y su lamento era tan penetrante que hasta las enfermeras se conmovieron y lloraron a su lado brindándole apoyo. Y las demás, aún sin salir del asombro, lloraban y lloraban desconsoladamente.

Mi madre pidió en la funeraria que la dejaran vestirme por última vez y obviamente, aceptaron. Llegó con su bolsa y sacó la ropa. Escogió la camisa de lino blanca que tanto me gustaba, con la que iba a los quinceañeros de mis amigas, y el pantalón beige que me regaló mi papá cuando cumplí los quince años. ¡Qué pinta tan bonita!, pensé, lástima que sea para tan fatal momento.

Mientras me vestía, con la misma paciencia que cuando era un bebé o creo que aún más, porque ahorita estaba teso y frió y no frágil y calientito como un recién nacido, me iba diciendo muchas cosas que ella me decía cuando estaba vivo, pero que la verdad, pocas veces le presté atención y nunca valoré tanto como ahora.

- Recuerdo el día que me dijeron que estaba embarazada de ti – comenzó. Tu hermana tenía 5 añitos de edad y quería un hermanito. Y con tu papá pensamos en regalárselo. Así que el día que me enteré que te estaba esperando, hubo una emoción muy grande en nuestro hogar, - decía mientras metía mi brazo en la camisa. Tu hermana brincaba de la felicidad y todo mi embarazo fui muy consentida porque estaba esperando al varoncito de la familia. Y ni qué decir cuando naciste. En el hospital decoraron mi habitación con globos azules y serpentinas, y los regalos ya no cabían en el cuarto. Eras tan chiquitico e indefenso, pero siempre hermoso, siempre fuiste y serás hermoso, incluso ahorita, no importa que estés frío y ya poniéndote morado, pero necesito que la gente que te vea por última vez, te vea divino, por eso elegí esta pinta que tanto te gustaba y con la que enloquecías a las niñas en las fiestas.

Mi mamá, tan bella. Ahí estaba, vistiendo a su “bebé” como siempre me decía. Hablándome como si aún estuviera vivo, como si supiera que la estaba escuchando. Y sí mamá, de verdad que te estaba escuchando más juicioso que nunca.

- Hijo mío, mi bebé. No sé que hice mal para que Dios me diera este castigo tan horrible, de llevarte de mi lado para nunca más volverte a ver – decía ahora sin poder contener el llanto inevitable. Quiero que sepas que siempre, siempre, te llevaré en mi corazón, siempre serás parte de mi vida, aunque ya no estés en cuerpo, pero tu alma siempre estará conmigo. Te amo desde antes de saber que existirías, te soñé desde cuando era adolescente y me imaginaba cuando yo fuera mamá. Te cuidé como mi más grande tesoro durante estos 15 años, que me parecen tan poquitos, yo se que dicen que los hijos son prestados, pero yo esperaba que Diosito te prestara para mí por muchos años más, que fueras un profesional, que me dieras nietecitos, que te pudiera ver hecho el hombre que yo formé con un hogar hermoso.

Pero si Dios así lo quiso, no seguiré cuestionando su voluntad como buena católica y creyente que soy, y me resignaré con el alma destrozada a aceptar tu partida. Tal vez, Diosito necesitaba un angelito más para su ejército en el cielo y se llevó al más lindo de todo los que estaban en la tierra.

Y dicho esto, terminó de colocarme los zapatos y me regó perfume por todo el cuerpo, no sin antes darme un abrazo interminable y el último beso que no pude ni siquiera sentir.

Y aquí estamos. En la salita del funeral. Me imagino cuán terrible debió ser la noticia para mi padre cuando llegó de viaje anoche. No es justo, haberlo recibido con esa noticia. Extrañaré sus interesantes charlas, sus bromas pesadas, las partidas de ajedrez, los juegos de fútbol y de básquet, las idas al estadio y a los conciertos, nuestras competencias de bicicleta, cuando me explicaba matemática y física, su amor y comprensión incondicional. Extrañaré tantas cosas de mi viejo. Espero que Dios se anime a hacer de todo un poco conmigo.

Mi hermana. Elisa, se ve hermosa con todo y que no tiene maquillaje y está vestida de negro, ese color que ella tanto odia porque dice que es muy triste. No deja de llorar, han venido sus amigas a consolarla. Tiene en su mano un retrato con nuestra foto, esa que nos tomamos hace una semana en un estudio familiar que nos hicimos. Yo sé que también le estará recriminando a Dios haberle quitado su mano derecha, a su compañero de aventuras, a su confidente, a su consentido. Ahora tampoco tendrá con quién pelear el último pedazo que queda de la pizza, a quién le toca primero en el computador, quién se queda con el control remoto de la televisión, quién lava los platos. La voy a extrañar mucho, pero la estaré cuidando desde el Cielo y espero que me dé sobrinos hermosos y ojalá se le ocurra ponerle a alguno el nombre de su tío. Eso sería un lindo reconocimiento para mí.

Saben, me he dado cuenta de una cosa. A los funerales siempre terminan asistiendo hasta personas que nunca conocieron al muerto. He visto gente que nunca vi en vida. Deben ser amigos de mis padres y de mi familia.

Tampoco pensé jamás, que viniera tanta gente a mi sepelio. Esto me hace erizar la piel, perdón, cuál piel, es que se me olvida que ya no existo.

Allí están todos mis amigos del colegio, cómo los extrañaré, ojalá pudiera decirles lo mucho que los quiero, aunque peleara con ellos. Están mis amigos del barrio, del equipo de fútbol, del curso de inglés. Está Susanita, la niña que iba a ser mi novia en una semana, que rabia, a pesar de que tiene los ojos hinchados de tanto llorar sigue siendo tan linda, tan inocente, espero que se encuentre con un buen chico que la ame como yo y la pueda hacer feliz como yo lo quería hacer.

Ya llegó el cura. Es un viejito cascarrabias, así que me imagino que hará todo muy rápido y se irá. Todos rezan por el descanso eterno de mi alma. Aún no puedo creer este momento. Mi hermana lee la oración final. Nos vamos al cementerio.

La caravana de carros es interminable. La gente en la calle se queda asombrada con el suceso y muchos murmuran entre ellos: - Debe ser alguien famoso o de mucha plata. Pues la verdad, ninguna de las dos. Famoso entre mis amigos tal vez y las riqueza que poseía son producto del trabajo humilde de mi padre y no son muchas, pero si lo suficiente para vivir decentemente.

Llegamos al cementerio. El camino se me hizo corto. Ya no sé ni lo que siento. Una vez me echen tierra encima, ya nadie se acordará de mi o tal vez, muy de vez en cuando.

Mi madre se hace a un lado del ataúd, lo acaricia por última vez. Mi padre y mi hermana la abrazan fuertemente. Se lee una corta oración y el sacerdote da la orden al sepulturero de iniciar la labor. En este momento quisiera gritar. Quisiera decirles a todos que yo estoy aquí. Que los quiero mucho. Dios, cuántas cosas no dejé de decir y de hacer. Si la gente supiera esto, seguro aprovecharían cada instante de sus vidas para hacerle saber a los demás lo importante que son para ellos, pedirían disculpas o quizás no ofenderían tanto, nunca dejarían para mañana lo que pueden hacer hoy, fueran más conscientes de la realidad en la que viven y que no pueden ignorar pensando que nunca serán víctimas de este o de aquel problema.

Si la gente supiera que estar muerto no es tan chévere, vivirían a plenitud cada segundo, cada hora, cada día, cada semana, cada mes, cada año, cada instante. Si yo pudiera decírselos, si me escucharan por un momento.

Sigue la tierra cayendo sobre mí o bueno, sobre lo que se supone era yo. Ese cuerpo, ahora sin vida. Acordándome un poco de Platón, sobre aquello del alma y el cuerpo, y tiene toda la razón, el cuerpo no sirve de nada sino tiene un alma que le de vida, que lo impulse y motive. Y ya mi cuerpo, se quedó sin alma, se quedó sin vida.

Desde el cielo, porque considero que allá es para donde voy, cuidaré de mi familia y de todas las personas que quiero, para que no les pase nada malo. Ojalá Diosito me permita convertirme en un Ángel de la Guarda para estar más cerca de los que quiero aquí en la tierra. Me será difícil no seguir viviendo mi misma vida ahora. Me pregunto tantas cosas. Ahora qué seguirá, adónde iré, de qué voy a vivir, será que me seguirá dando hambre, sueño, sed. Diosito deberá responderme todas mis preguntas y explicarme por qué permitió que esa bala me alcanzara, acaso era eso lo que Él había predestinado para mí.

Ya casi no se ve el cajón, un poco más de tierra y quedaré unos metros sepultado, volviendo hacia donde Dios dijo salimos todos, al polvo.

Mi madre está un poco más calmada, creo que es porque ya no le quedan más lágrimas en sus ojos, se le han agotado todas. Mi padre y mi hermana solo miran tristes, muy tristes acomodan las coronas sobre el montículo de tierra que se ha formado sobre mí. Elisa pidió escribir el epitafio que irá en la lápida una vez se cumpla el tiempo suficiente para instalarla.

La gente poco a poco comienza a marcharse, despidiéndose de mis padres. Sin embargo, ellos no se mueven de ahí. Mi madre acomoda perfectamente todas las flores que allí se encuentran. – La tumba de mi bebé tiene que ser la más linda – dice en medio de su tristeza.

El cielo está nublado y ya comienzan a caer las primeras gotas de lluvia. Ahora sí, mis padres y mi hermana deciden marcharse juntos a casa.

Y yo sigo aquí, esperando la orden para ir a no sé dónde.

Empiezo a sentir que me debilito nuevamente. Puedo ver una luz que se interpone en mi camino y que me invita a seguirla. Es el momento de la verdad, pienso. Ahora sí coy a ver a Dios. Empiezo a caminar y observo un camino lleno de las más hermosas flores, hay una gran variedad de ellas, todas brillantes. Siento que estoy volando.

Ya me voy. Ahora seré un ángel del Señor. Ya no me duele no ser humano. Estoy aprendiendo a querer mi nueva condición de vida. Ya no me seguiré lamentando más por haber dejado la tierra, igual, algún día todos tienen que hacerlo, solo que algunos nos adelantamos en el camino.

Ya voy a entrar al paraíso. Esto no puedo contarlo. Dios me ha dicho que es un secreto que sólo podrán conocer cuando vengan a Él. Solo puedo decir que es hermoso. El paraíso existe, de verdad, ya lo he comprobado. Nos vemos en él.

votar

Comentarios

  1. te felicito!! bien merecido el premio!! besito!

    ResponderEliminar
  2. hermoso blog! me llego al corazon este relato realmente me removio muchos sentimientos incluso recuerdos del pasado.
    Te felicio pq se trata d inspirar tambien:) lo ame.
    te dejo mi blog si quieres darte una vuelta. t agregare a mi blogroll si t parece tb me agregas :)
    http://luvpier.blogspot.com
    paz y mucha luz!

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Cualquier comentario es cariño...

Entradas populares de este blog

¿Competir por ‘amor’? No, gracias…paso.

10 maneras de extrañar...

Volver a sentir...cosas del corazón